La Historia de un desengaño.
Me levantaba lentamente de mi lecho de piedras. Temblaba. Mi cuerpo estaba adolorido. Miraba, desde mi cama ese abismo que tenía en frente. Esta vez, las nubes que flotaban a los pies del cañón azuloso se habían se habían disipado, dejando a la vista una larga escalera, tallada en la piedra viva hacia el fondo de agujero sin final aparente.
Miré a mi alrededor. Como no tenía nada mejor que hacer, la verdad, nada que hacer, decidí aventurarme. Bajé esos peldaños uno a uno. Me pareció que habían sido labrados justo para mí y para nadie más. Me detuve un segundo; titubeé... Por un segundo, quizás algo más, lo que hacía no me parecía correcto. Sin embargo lo que hiciera, no iba a llevarme a algo peor que dormir en un montón de piedras.
Seguí descendiendo por lo que pareció una eternidad. Seguí descendiendo hasta el punto en el que el vértigo y el cansancio hicieron de mi descenso rocoso, un espectacular ascenso en peldaños
de cristal... tan hermoso y brillante como los ojos de las personas soñadoras y sin embargo, tan sólidos e indestructibles como la convicción de los mártires (Esas son las palabras que llegaron a mi cabeza cuando los ví).
No importaba lo que quisiera hacer: sólo me quedaba subir.
Ahí, cuando creí que ya no podía seguir, no por cansancio, sino que por el pánico que sentía al mirar el horizonte a monocromo que me rodeaba (Una desesperación indescriptible). Una plataforma de diamante prismático, que me mostraba todos los colores a la vez que me mostraba nada. Quizá obra de quien era. Tal vez Sueño, Destino, Deseo, Destrucción, Desesperación, Delirio... quizá tal vez Muerte. Quizá no era obra eterna si no que del mismísimo creador; quien sabe, ya no importa.
Siluetas. Hombres. No, mujeres. Tampoco. Eran ángeles. Todos tan hermosos... Iban de un lugar a otro. Saltaban, emprendían el vuelo. Volvían. Caminaban. Todo en un orden tan perfecto que parecía haber sido llevado hace tantos siglos, milenios tal vez. Me senté para observar con calma aquella divina aparición. Con una sonrisa en la cara.
Oh, Dios. ¿Quién es? Era un ángel tan hermoso... Rodeada de un aura plateada. Los restos de ella se perdían en la eternidad. Su cabello era tan largo, crespo, hermoso y brillante. Todas las pinturas del renacimiento se quedaban pequeñas frente a esa imagen. Sus ojos eran del color del océano y su piel tan blanca como la nieve virgen sobre las montañas que el hombre común sólo mira de lejos. La miré, y sin saber nada de ella supe que era ella lo que siempre había buscado.
Torpe me levanté. No me salió la voz. Un largo cabello alcancé: Me lo regaló con una sonrisa, pero sin dejar de hacer lo que había hecho siglos antes de mi llegada.
Frente a mí, de golpe, una sombra. Mas alto que yo, sin embargo, tan etéreo como yo. Él solo me dijo:
- Te he dejado mirar mucho tiempo, te estás alejando de tu nuevo objetivo. Deja de perseguir a los ángeles, que éste no es para ti.
Bruma. Oscuridad. Velocidad. Retrocedí todo lo que había avanzado hasta mi lecho de piedras. No hubo tiempo de llorar. Asentí su sentencia y me senté en mi rocosa cama. Había a mi lado ahora una manta tejida. Me abrigué con ella y seguí durmiendo.
Miré a mi alrededor. Como no tenía nada mejor que hacer, la verdad, nada que hacer, decidí aventurarme. Bajé esos peldaños uno a uno. Me pareció que habían sido labrados justo para mí y para nadie más. Me detuve un segundo; titubeé... Por un segundo, quizás algo más, lo que hacía no me parecía correcto. Sin embargo lo que hiciera, no iba a llevarme a algo peor que dormir en un montón de piedras.
Seguí descendiendo por lo que pareció una eternidad. Seguí descendiendo hasta el punto en el que el vértigo y el cansancio hicieron de mi descenso rocoso, un espectacular ascenso en peldaños
de cristal... tan hermoso y brillante como los ojos de las personas soñadoras y sin embargo, tan sólidos e indestructibles como la convicción de los mártires (Esas son las palabras que llegaron a mi cabeza cuando los ví).
No importaba lo que quisiera hacer: sólo me quedaba subir.
Ahí, cuando creí que ya no podía seguir, no por cansancio, sino que por el pánico que sentía al mirar el horizonte a monocromo que me rodeaba (Una desesperación indescriptible). Una plataforma de diamante prismático, que me mostraba todos los colores a la vez que me mostraba nada. Quizá obra de quien era. Tal vez Sueño, Destino, Deseo, Destrucción, Desesperación, Delirio... quizá tal vez Muerte. Quizá no era obra eterna si no que del mismísimo creador; quien sabe, ya no importa.
Siluetas. Hombres. No, mujeres. Tampoco. Eran ángeles. Todos tan hermosos... Iban de un lugar a otro. Saltaban, emprendían el vuelo. Volvían. Caminaban. Todo en un orden tan perfecto que parecía haber sido llevado hace tantos siglos, milenios tal vez. Me senté para observar con calma aquella divina aparición. Con una sonrisa en la cara.
Oh, Dios. ¿Quién es? Era un ángel tan hermoso... Rodeada de un aura plateada. Los restos de ella se perdían en la eternidad. Su cabello era tan largo, crespo, hermoso y brillante. Todas las pinturas del renacimiento se quedaban pequeñas frente a esa imagen. Sus ojos eran del color del océano y su piel tan blanca como la nieve virgen sobre las montañas que el hombre común sólo mira de lejos. La miré, y sin saber nada de ella supe que era ella lo que siempre había buscado.
Torpe me levanté. No me salió la voz. Un largo cabello alcancé: Me lo regaló con una sonrisa, pero sin dejar de hacer lo que había hecho siglos antes de mi llegada.
Frente a mí, de golpe, una sombra. Mas alto que yo, sin embargo, tan etéreo como yo. Él solo me dijo:
- Te he dejado mirar mucho tiempo, te estás alejando de tu nuevo objetivo. Deja de perseguir a los ángeles, que éste no es para ti.
Bruma. Oscuridad. Velocidad. Retrocedí todo lo que había avanzado hasta mi lecho de piedras. No hubo tiempo de llorar. Asentí su sentencia y me senté en mi rocosa cama. Había a mi lado ahora una manta tejida. Me abrigué con ella y seguí durmiendo.
-Alejandro Torres Stoffel.
(Sin fecha ni hora.)
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