El Diario de NetSeeker

... en los nacimientos... ... regalando nadas a todos ...

El Cuento De Partir De Casa

La llave se convirtió en mi estandarte, que llevaba colgado de mi cuello con una cadena de plata. Apenas pude abrir el paquete, en la noche, decidí partir. La noche era una de las más oscuras que puedo recordar... tan negra que el resto de las espesuras nocturnas se acurrucaban en las orillas. Decidí buscar la cerradura que fuera de la llave que llevaba, pues en mi casa ninguna cedía a su forma, color o dureza. Habían tantas cosas más en el mundo... tantas puertas más, tantas ventanas pesadas y tantos cofres que no me podía contener. Quizás, hasta hubieran más cosas que eso... Debía partir cuanto antes, pero... ¿A dónde?... no lo sabía aún... quise dejar que mis pasos eligieran por mí. Si había un destino en algún lugar, fuera cual fuera el camino que tomara llegaría a buen puerto... tarde o temprano. Estaba dispuesto a vagar entre la soledad para encontrar lo que ni siquiera yo sabía que era. Así, con esos pensamientos en la cabeza, fijados, es que me acosté por última vez en mi vida en una cama a dormir por que apenas el sol tocara mi cara pálida, era hora de irme de casa.


En la mañana, apenas el sol hubo asomado sus brazos etéreos y quemantes sobre el techo de la larga casa, los hoyos del techo dejaron que aquella primera luz se derramara goteando en mi cara. Pesado fue el despertar, pero más pesados fueron los sueños que me visitaron al dormir. Algunos contenían campos verdes con flores e insectos de colores... pero alguna bola de fuego proveniente de algún sol lejano lo reducía todo a una pegajosa ceniza negra. Los otros sueños me mostraban siendo arrastrado por el océano, drenado hasta el fondo del mar y de mis energías y dragado luego del residuo marino para ser un huevo azuloso del que nacía un ser con una corona, listo para gobernar. Las contradicciones me ponen la piel de gallina. Así fue como desperté.
Comí como sabría que no comería en un largo tiempo... o quien sabe, quizás como no volvería a comer jamás. Habiendo preparado mis cosas, habiendo empacado mi espada y mi pluma, me decidí a partir por la gran puerta de pesadas hojas de madera que era la salida de casa.
Papá y Mamá me esperaban un metro antes de la puerta. Ambos, sin tomarse de las manos (más bien las llevaban cruzadas en el pecho, como en señal de enojo) estaban parados tratando de bloquearme la salida. La cara de enfado era lo peor, incluso peor que mi cara de decisión y de no ceder. Conversamos lo que parecieron días, parados sin mover más que la boca y las manos a veces para gesticular. Ellos tenían buenos argumentos, yo tenía mejores. Así, cuando el hambre ya empezaba a hacer presa de nuestros cuerpos es que ambos bajaron su guardia y con un beso en la frente de cada uno me dejaron ir.
Me dieron consejos inteligentes, consejos tontos: toda clase de consejos. Incluso me dieron uno o dos consejos contradictorios, además de un consejo de carácter mágico: “Si deseas partir, pero no sabes dónde ir, usa el camino de en medio, pasando por la aldea vacía hasta que llegues al camino trenzado. Habrá ahí miles de divergencias y convergencias, caminos derechos y caminos chuecos, caminos falsos y verdaderos, caminos nuevos o caminos que ya has pasado antes. Si te apuras podrás llegar ahí en menos de un día, y cruzar el camino trenzado puede demorarte una hora como toda tu vida; todo depende de tu destino.” - “Si mi hijo va a vagar por ahí, es mejor que intentes en seguida encontrar tu destino. Podrías caminar los países de este mundo sin siquiera encontrar una pista. El trenzado es el camino que debes tomar...” - “Adiós hijo, te veremos en un tiempo más”. Así es como dejé mi casa.

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